26/8/14

Mar del Plata 1965 pesca de altura



Corría el año 1965, era muy temprano, todavía de madrugada y hacía frío en el Puerto de Mar del Plata a pesar de que estábamos en enero. Estaban por salir a mar abierto los coloridos barcos de pesca. Las gaviotas daban vueltas y daban sus clásicos chillidos mientras buscaban algo para comer, los lobos marinos se dejaban caer al agua echados por los marineros que querían recuperar el mando de su nave.


El viento fresco tenía ese típico olor fuerte a puerto, muy condensado porque venía del Sur donde están los depósitos donde se guarda la carnada seca que luego de mezclar con agua se echa al mar para atraer a los peces. La húmeda brisa marina silbaba entre las nasas, esas jaulas hechas con mimbre que se usan para pescar besugos y las redes que colgaban entre los barcos.
En medio de ese amanecer apareció la lancha Santa María, un barco de regular tamaño, de los que pescan mar adentro durante dos o tres días. Lo navegaban un capitán y tres marineros. Casi no hablaban, se entendían entre ellos en un idioma rarísimo, mitad dialecto y mitad castellano. Los tres tenían las manos más grandes que las de un cristiano común y corriente, las muñecas eran gruesas, se veía que eran tipos muy fuertes, sin mucho músculo a la vista pero daban la impresión de poder descuartizar un cangrejo con una sola mano sin esfuerzo.
Todos tenían un cigarrillo injertado en los labios finitos todo el tiempo. No se molestaban en tirar la ceniza ya que el viento se la arrancaba constantemente y lo encendía como una brasa.
Los pescadores deportivos que habían reservado su lugar para pasar un rato largo pescando. Iban a estar mar afuera desde las ocho hasta las cuatro de la tarde, ya estaban listos en la punta del muelle, cerca de la Prefectura. Eran diez, un chico de unos nueve años, ocho adultos y yo, de dieciséis años. Yo no había dormido bien porque estaba tan emocionado porque iba a hacer pesca de altura por primera vez.
Hacía rato que venía ahorrando moneda tras moneda para hacer esta pesca tan esperada. Por fin iba a trascender la exigua experiencia del muelle de Punta Cantera donde había pescado mi primera pieza de mar – tal vez debería decir cacé – un cangrejito. El pobre se agarró con alma y vida al pedazo de jamón que le había puesto a mi cañita de bambú de tres tramos, un apreciadísimo regalo de mi abuela. Ella me inició en la pesca cuando yo solamente tenía cuatro años.
Yo no sabía que la carnada no era la que correspondía, pero igual capturé al hambriento cangrejo. Se ve que el cangrejo tampoco estaba enterado.
El barco estaba reluciente, había sido pintado y repintado mil veces, una capa de pintura sobre la otra. El motor hacía un resoplido como de ballena mientras echaba agua y vapor por la popa. Proa, popa, babor y estribor, me lo había aprendido por las dudas.
La proa, todos sabemos dónde está, la popa también. El tema era poder diferenciar babor de estribor. Una vez, cuando yo era muy chico, un hombre sabio me dijo: “Para subir a un caballo pisás el estribo - del lado izquierdo del caballo - y te sentás en la montura, pero en los barcos es al revés, el estribor es el lado derecho y el babor es el izquierdo”. Nunca me olvidé esa explicación, tengo que pensar un poco pero me ha servido desde entonces.
Me costaba descifrar las órdenes y las respuestas al capitán Antonio, le faltaban el meñique y el anular de la mano izquierda. A las sogas les decían cabos, a las tapas las llamaban tambuchos, los alambres que tensan el mástil eran obenques, todo confuso, todo en dialecto ítalo marplatense, a los gritos o mascullado, dependía de la situación.
Los pescadores empezaron a hablar entre ellos sobre sus experiencias anteriores en la navegación. Uno que parecía un tipo serio dijo que había tomado una pastilla para el mareo, otros dos dijeron que no habían tomado ni comido nada por las dudas. Yo no entendía, dudas de qué?
Pregunté y me dijeron que eran precauciones para evitar el mareo.
Ni se había pasado por la cabeza que podía descomponerme o marearme, mucho menos vomitar, desde tercer grado que no vomitaba y no pensaba empezar justo ahora que tenía que estar alerta para pescar en mar abierto.
Los marineros tenían puestas unas botas muy altas, se les doblaba hacia abajo el borde superior, tenían una campera con capucha y un pantalón que parecían resistentes al agua, -trajes de agua- les decían. El Capitán no estaba tan impermeabilizado porque estaba todo el tiempo dentro de la cabina de mando.
Solamente tres de los pescadores estaban más o menos preparados para la lluvia o la marejada fuerte si el tiempo cambiaba. Yo tenía una campera bastante larga que me había traído mi papá de Suecia, tenía una capuchita y se le podían atar unas tiritas en las mangas para evitar el frío y tal vez el agua. Tenía unos vaqueros viejos y otro par en el bolso por las dudas. Me había puesto zapatillas comunes, mi abuela no me dejó usar las botas, decía que era más seguro así. Me puse dos pares de medias de lana y listo, así me subí a la Santa María.
Subí primero, estaba muy nervioso. Me ubiqué en estribor, -del lado derecho – en eso habíamos quedado, no? Los demás se distribuyeron como podían y empezaron a armar las cañas. Yo no la armé, ya la tenía armada. Hasta había encarnado el anzuelo de la línea que había preparado la noche anterior.
Los marineros empezaron a desplegarse por todo el barco y nos dirigimos a la salida del puerto entre la Escollera Sur y la Norte. Se veían unas olas que se producían por un banco de arena que se veía adelante. El barco dio una vueltita hacia el Norte y después hacia el Sur nuevamente.
-Vamos para el Banco Patria pero primero vamos a hacer una pasada por la Restinga del Faro, preparen líneas de pejerrey- sentenció el Capitán Garfio.
Líneas de pejerrey? Yo no tenía líneas de pejerrey, ni siquiera tenía una caña para pejerrey. Qué macana!
Uno de los pescadores que estaba sacando sus líneas de pejerrey de la caja de pesca de metal, me vio con cara de desesperado, me alcanzó una línea nuevita y me dijo: -Después me la das-.
Los dos sabíamos que sería difícil cumplir con la devolución ya que a veces se pierde algún anzuelo o la plomada o la línea entera.
Le agradecí su buena onda y le dije que si necesitaba algo de lo que yo tenía que me lo pidiera nomás. Mi caja de pesca estaba bastante vacía pero el gesto existió. Dios anotó una a mi favor, eso espero, ya veremos.
En el ambiente de la pesca deportiva existen esos personajes que tal vez pasarían por inocentes en otro ámbito por ese tipo de acciones desinteresadas. Tal vez será por eso que siempre he sido un ferviente pescador deportivo, con todo lo que ello implica, la preparación de los elementos de pesca, la charla con amigos, los asados, intercambio de recetas para preparar las capturas y todo ese folklore anexo que tanto disfrutamos los pescadores.
Los marineros repartieron camarones crudos frescos para encarnar las líneas de pejerrey. Mi arsenal para capturar pejerreyes era algo absurdo. Caña de lanzar de dos tramos – yo no tenía caña para pescar embarcado - reel rotativo con nylon del 60 que se desenroscaba y parecía un saca corcho, y eso sí, una línea de pejerrey.
Algunos de los otros pescadores habían armado una mélange parecida a la mía. Solamente dos de ellos tenían cañas de pejerrey como la gente. El único problema era que tenían como seis metros de largo, sumamente incómodas para usar desde un barco. Les quitaron el tramo más grueso y así, más o menos, acomodaron las cosas para poder manejarlas mejor. El chico tenía una cañita cortita de dos metros y medio con reel frontal y tanza finita.
Llegamos, fondeamos cerca de la costa, muy cerca del Faro, y el Capitán Garfio ordenó: -Prueben muchachos!-.
Dejamos caer las líneas un par de metros nomás, no se podía dejar caer a fondo, había poca profundidad y pronto nos dimos cuenta de que había meros que picaban y llevaban la línea entre las rocas.
Yo habré sacado unos veinte cornos de más de medio kilo, los demás lo mismo. Pero el chico sacó más de cincuenta pejerreyes enormes, el papá dejó de pescar y se los acomodaba en la bolsa de cebollas, algunos se escapaban por el tejido.
Claro, su equipito resultó ser el más adecuado para este trámite y el chico era bastante rápido para recoger, desenganchar los pescados y encarnar nuevamente.
El chico estaba muy contento, pero algo molesto al mismo tiempo porque su padre, orgulloso, le acariciaba los pelos rubios con las manos llenas de escamas, jugo de magrú y babita de pejerrey.
Miré a mi alrededor y hasta ahí todo andaba bien, el barco apenas se movía de lado a lado y nadie se acordó del posible mareo. Excepto por un hombre flaco con cara de Medio Oriente, que estaba blanco como una nube, tenía ojos negros hundidos y enmarcados por enormes ojeras marrones. Me miró con una especie de desesperanza, desencajado, se veía que no la estaba pasando bien, había venido de acompañante nomás. Estaba sentado en un rollo de cabos y miraba para todos lados, quieto como perro en bote.
Estuvimos un rato largo hasta que el Capitán Garfio decidió seguir viaje al Banco Patria. Yo me habría quedado ahí, había pescado para tirar para arriba, pero el Capitán dijo que quería que pescáramos otra cosa además de los pejerreyes. Señaló al horizonte con su mano incompleta y dijo:
-Arriba muchachos, levanten todo que nos vamos-.
Las cejas del descompuesto cambiaron de su posición normal formaron una “V” invertida, dejó escapar una arcada larga profunda, un sollozo y hundió la cabeza entre las manos.
Le caía un hilito de saliva de la comisura izquierda de la boca. Mala señal. Se veía que ya había vomitado pero no vi donde.
Nuestro viaje al Banco Patria duró una hora y media más, la costa se veía finita en el horizonte. Fondeamos en una maniobra que no terminaba nunca. Largaron el ancla con su cadena que ronroneaba al pasar por un agujero en el casco, soltaron un cabo larguísimo y finalmente el barco se acomodó.
Una vez más Garfio dijo:
-Prueben muchachos!-.
Pude devolverle la línea de pejerrey intacta a mi benefactor. Yo puse una línea de un solo anzuelo, siempre pesco con un solo anzuelo. Me resulta más eficaz que tener dos o más anzuelos que terminan enredándose en todas partes.
Empezaron a salir besugos, meros, corvinas, salmones, palometas, anchoas de banco, pescadillas, gatuzos, chernias, hasta un pez limón saqué de casualidad. Yo llené mis dos bolsas de cebolla con pescados de buen tamaño, devolví al agua los más chicos, no valía la pena llevarlos. Todos pescaron muy bien.
El barco empezó a hamacarse violentamente. El viento salado y fresco había cambiado de cuadrante y eso hacía que de pronto tuviera la caña metida en el agua y en otro momento apuntaba al cielo. Ahí cambió la cosa, en un momento vi que casi nadie estaba pescando salvo el chico y yo. Ninguno de los dos estábamos enterados de que había que marearse. Ni una náusea, ni un mareíto. Nada, che. Menos mal.
El cielo se oscureció, el mar cambió, perdió su sosiego. Se producían grandes valles y montañas de agua azul oscura que bamboleaban a la Santa María para todos lados. Me pareció un evento extraordinario, como cuando hay un terremoto o algo así, sería la inconsciencia de mis pocos años.
Me fascinó!
Los marineros caminaban de un lado del barco al otro como si caminaran por tierra firme, ni siquiera se resbalaban. Era un como un ballet entre cajones de plástico, cabos, baldes y elementos varios.
Se pusieron a pescar también, usaron líneas de mano para sacar varias anchoas de banco verdeazuladas que llevaron a la cocina y prepararon al horno con aceite de oliva, sal, y dos o tres mil kilos de ajo. Había un olorcito que salía de la cocina que me volvía loco mientras el cutis de todos los demás adquirían un ligero tinte verduzco.
El descompuesto también parecía que se había vuelto loco, hacía unos ruidos rarísimos que nunca había oído emitir a ningún ser humano, se había vomitado todo el bremer beigecito y el viento le remontaba un hilo de jugo gástrico extravirgen que iba de acá para allá, amenazando con depositarse en la cara de alguno de los presentes.
Los demás pescadores se habían contagiado las náuseas del pobre descompuesto y estaban muy ocupados largando los chanchitos. (Qué tendrán que ver los chanchitos con vomitar, no?).
Afortunadamente, el viento benévolo alejaba los efluvios resultantes hacia la popa y se perdían en dirección a las Islas Malvinas.
La comida estaba lista y los marineros nos invitaron a bajar a comer con ellos. Solamente bajamos el chico y yo. Habían calentado unas empanadas de carne riquísimas, el mar siempre abre el apetito de una manera inusual. Como primer plato habían hecho dos cacerolas enormes con mejillones a la provenzal. Abríamos los mejillones, nos comíamos el bicho y chupábamos el juguito haciendo unos sonidos guturales que le agregaban más sabor al festín. Los marineros tomaron vino tinto y el chico y yo tomamos agua.
El segundo plato era el ajo con las anchoas de banco. Todo estaba exquisito, más fresco imposible. No había pan, acomodamos el pescado en el tenedor con galleta marinera grande. Los cuatro tripulantes, el chico y yo casi terminamos todo el pescado, quedó una sola anchoa de banco medio arqueada en la asadera negra como el carbón.
De postre hubo alfajores de chocolate y de maicena pero de los buenos. Había exceso de alfajores, cosa rara, en general ocurre que los alfajores son como las papas fritas o las milanesas, nunca alcanzan.
Apenas pudimos subir la escalera y tomar nuestros puestos de pesca. De todos modos la pesca ya estaba hecha, no valía la pena ensuciarse las manos otra vez. Además, apenas podíamos respirar de tanto que habíamos comido. Nos invadió una modorra postprandial – letargo mortal - que solamente podía quitarse con un siestón de aquellos.
Volvimos a bajar la escalera y nos acomodamos en el fondo de la cabina sobre unos bolsos.
No puedo entrar en detalles sobre lo que pasó después porque no tengo ni idea de los acontecimientos desde el momento en que apoyé la cabeza hasta que Garfio nos despertó para avisarnos que ya habíamos amarrado en el puerto.
A pesar del tiempo que ha pasado y de muchísimos otros barcos de todo tipo en los que he estado pescando o viajando, siempre voy a recordar esa extraordinaria experiencia en la Santa María.
Autor: DICK KELLER

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